Salvador Macip, médico e investigador, 54 años: “Quise tener un descapotable en plena crisis de los 40, pero mi mujer fue tajante y me puso los pies en la tierra”
Salvador Macip (Blanes, Girona, 1970) es un hombre cuya vida se despliega en múltiples dimensiones: médico, investigador y catedrático, con un enfoque profundo en los procesos biológicos del envejecimiento y el cáncer. Desde 2008, dirige un grupo de investigación sobre estos temas en la Universidad de Leicester, mientras lidera estudios de la salud en la UOC y un laboratorio en el Instituto de Investigación contra la Leucemia Josep Carreras. Además, ha publicado libros como El secreto de la vida eterna, junto al doctor Manel Esteller, y su reciente trabajo, La vida en los extremos. Macip explora no solo los mecanismos biológicos que afectan nuestra salud, sino también cómo la ciencia, la tecnología y la medicina pueden alargarnos la vida o incluso acercarnos al enigma de la eternidad.
El envejecimiento, la mortalidad y la eterna búsqueda de la vida infinita son algunos de los grandes misterios que han cautivado a la humanidad desde tiempos ancestrales. A lo largo de la historia, diferentes culturas y civilizaciones han tratado de comprender y alcanzar la inmortalidad, ya sea a través de rituales, creencias religiosas o avances científicos. En la actualidad, la ciencia, aunque sigue sin ofrecer respuestas definitivas, ha acercado a la humanidad a nuevos horizontes, como la investigación sobre la regeneración celular y los avances en tratamientos contra el cáncer, que permiten soñar con una vida más larga y saludable.
Hoy vamos a descubrir cómo se entrelazan su visión del mundo y “la vida en los extremos”.
Salvador Macip, tu trabajo te ha llevado a estar en constante movimiento entre diferentes países y centros de investigación. ¿Cómo maneja un científico, con una carga de trabajo tan importante, además de la docencia, los desplazamientos frecuentes?
Los científicos somos nómadas por naturaleza. La ciencia se basa en colaboraciones globales, por lo que viajamos constantemente. Yo gestiono dos laboratorios, uno en Inglaterra y otro en Barcelona, lo que me obliga a viajar mucho. He aprendido a aprovechar el tiempo, especialmente en los vuelos. No tengo internet ni interrupciones, lo que me permite concentrarme en lo que tengo pendiente y ser productivo.
Esto es como una estrategia para seguir siendo productivo cuando te encuentras viajando de un lugar a otro…
Sí, además, tengo la suerte de concentrarme en cualquier sitio, incluso con ruido de fondo, por lo que aprovecho cualquier momento, incluso en el aeropuerto, para leer o avanzar temas.
El doctor Salvador Macip dirige un grupo de investigación en la Universidad de Leicester y un laboratorio en el Instituto de Investigación contra la Leucemia Josep Carreras
Cedida
Como decía en la introducción, ¿coche o moto?
Yo soy más de coche. Mi padre era muy aficionado a las motos, hasta que un amigo suyo se mató en un accidente cuando yo era pequeño. A partir de ahí, las motos quedaron totalmente prohibidas en casa. Vendió la suya y dijo que no quería saber nada más de ellas. Ese miedo me lo pasó a mí. Yo crecí mirando las motos con curiosidad, pensando que algún día tendría una, pero con el tiempo esa visión tan negativa que él tenía acabó calando. Así que, cuando ya tuve la posibilidad de comprarme una, ni me lo planteé.
¿Cuándo te compraste tu primer coche?
Me compré un Mazda2 cuando vivía en Inglaterra; antes, en Barcelona, no lo necesitaba porque me movía en transporte público. Al llegar a los cuarenta y tantos, se me metió en la cabeza que quería un descapotable. Me hacía ilusión el clásico cabrio inglés. Pero mi mujer fue tajante y me puso los pies en la tierra: “Ni en broma te compres un descapotable; no sirve para nada porque no cabe el niño ni entra una maleta”. Y así terminó mi crisis de los 40. Después del Mazda me compré el vehículo que tengo ahora, un Seat León de segunda mano, que me va genial porque solo lo uso para ir del laboratorio a casa y de casa al laboratorio.
Después del Mazda me compré el vehículo que tengo ahora, un Seat León de segunda mano, que me va genial” Salvador MacipMédico e investigador
Como investigador, ¿has observado cómo los recursos en diferentes países afectan a tu trabajo o la manera en que se desarrolla la investigación?
Sí, sin duda, todo influye, también la cultura. La investigación es muy diferente en los tres entornos donde he trabajado: Europa del Sur, América y el Reino Unido. Son contextos con niveles de recursos muy distintos. En Estados Unidos, al menos hasta hace poco, había mucho dinero destinado a la investigación, así que los medios eran excelentes. En Inglaterra hay menos recursos, pero aun así el sistema funciona bastante bien. En España hay todavía menos, aunque la ciencia sigue siendo de gran nivel, solo que con menos posibilidades. Eso obliga a echar mano de más imaginación y a buscar la manera de lograr lo mismo con menos presupuesto, que también es posible.
La cultura científica también se percibe en el ambiente. Por ejemplo, cuando estaba en Nueva York, era raro pasar un año sin ver a alguno de los premios Nobel dando conferencias, porque muchos vivían o trabajaban cerca. Vi a casi todos los premiados de principios de siglo, ya que acababan pasando por allí. En Inglaterra también vi a algunos, pero en España todavía no he coincidido con ninguno. Hay una dimensión cultural y social de la ciencia que está más presente en Inglaterra o Estados Unidos, donde, al menos hasta ahora, existía una mayor reverencia y aprecio social hacia la investigación científica.
Has vivido en lugares como Leicester, Nueva York o Barcelona, ¿cómo te adaptas a los cambios de entorno y a las nuevas ciudades?
Barcelona me gusta mucho y siempre me he sentido cómodo allí. Soy de Blanes, un pueblo pequeño, y fui a Barcelona desde niño para estudiar. Aunque es una ciudad grande para mí, sigue siendo muy accesible. Es cómoda, se puede recorrer andando y el transporte público funciona bien, lo que la hace muy habitable. Manhattan, en Nueva York, también tiene eso. Es intensa, a veces caótica, pero muy lógica. Todo está concentrado y bien organizado. Me atraen las ciudades con estructuras claras, como el Eixample en Barcelona, con calles cuadriculadas; Manhattan tiene esa misma lógica, lo que la hace fácil de entender y recorrer. Me sentí cómodo en ambas, a pesar de sus diferencias. En cambio, ciudades como Londres, París o Madrid me resultan más difíciles, tal vez porque no tienen esa organización tan clara o esa sensación de cercanía.
El primer coche que se compró Macip fue un Mazda2
Propias
Tu trabajo no es sencillo, ¿qué condiciones, tanto de movilidad como de ubicación, deben darse para que empieces el día con buen pie?
Lo primero es un entorno de trabajo que me motive. Cuando elegí Nueva York para el postdoctorado, me atrajo el grupo de investigación, no la ciudad. Barcelona tiene la ventaja de ser una ciudad atractiva para la ciencia, y eso también pesa.
Como investigador del envejecimiento y el cáncer, ¿cómo crees que el diseño de las ciudades afecta la salud de los habitantes, especialmente en lo que respecta a la longevidad?
La ciudad influye profundamente en nuestra salud, pero es uno de los factores menos atendidos. Según la OMS, el 99% de la población vive en zonas con niveles de contaminación superiores a lo deseable, especialmente en entornos urbanos, que son intrínsecamente tóxicos. Además, las ciudades generan estrés, especialmente en los más jóvenes y los mayores. Estos últimos, que suelen necesitar más atención médica, a menudo se ven desplazados fuera de la ciudad porque no está diseñada para ellos. Este problema ya se enfrenta en lugares como Inglaterra, donde los más vulnerables están lejos de los centros de salud. Por eso, la ciudad debe transformarse para adaptarse a una sociedad más envejecida, siendo más verde, accesible y menos contaminada, para que todos los grupos de edad puedan vivir de forma más cómoda y saludable.
La ciudad debe transformarse para adaptarse a una sociedad más envejecida, siendo más verde, accesible y menos contaminada”Salvador MacipMédico e investigador
En este sentido, ¿cuál es el mejor lugar para vivir y ser longevo?
En teoría, las “zonas azules”, donde supuestamente hay más centenarios, son más una etiqueta de marketing que una realidad. Pero sí es cierto que hay algunas áreas del mundo, como el Mediterráneo occidental, donde la gente vive más. ¿Por qué? Es difícil decirlo, pero seguramente es una combinación de genética, buen clima, una dieta mediterránea y tradiciones saludables. Lo ideal sería vivir en un entorno más rural o menos contaminado, donde puedas acceder fácilmente a frutas, verduras y pescado, que son la base de una dieta mediterránea, que sabemos que es mucho más saludable.
El viaje en coche que recuerdas con más cariño es…
Cuando tenía unos 20 o 21 años, le dije a mi novia: “Vamos a ver a un amigo mío que vive en Alemania”. Le pedí el coche a mi padre y nos fuimos desde Barcelona. Hicimos un montón de kilómetros, pero fue una experiencia muy divertida; nos lo pasamos genial. Luego hicimos un viaje similar, pero esta vez en Estados Unidos. Alquilamos un automóvil en Las Vegas y nos fuimos hasta California, haciendo el clásico viaje por la costa oeste. Lo increíble de Estados Unidos, incluso más que en Europa, es lo rápido que cambian los paisajes. En 200 kilómetros puedes pasar del Gran Cañón al desierto de Nevada, a las montañas y a la costa con las secuoyas.
Uno de los viajes que recuerda con más cariño es el que realizó en coche por la costa oeste de Estados Unidos, que le llevó a descubrir lugares tan espectaculares como el Gran Cañón del Colorado
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En El secreto de la vida eterna abordas la búsqueda de la longevidad. ¿En tus viajes, has encontrado lugares que destacan por la longevidad de sus habitantes? ¿Qué nos enseñan esos lugares sobre la vida humana?
Uno de los viajes que más recuerdo fue a la provincia de Nicoya, en Costa Rica, una zona rural considerada una de las llamadas zonas azules. Allí, científicos locales me mostraron a varios centenarios de 107, 108 o 109 años, aún muy lúcidos, aunque con problemas de audición y movilidad. Lo interesante era su estilo de vida: gente que ha trabajado en el campo hasta edades avanzadas y con una estructura familiar muy sólida. En esa zona viven varias generaciones juntas, algo que en Europa o en culturas anglosajonas se ha ido perdiendo. Hasta hace poco no había ni un McDonald’s en 50 kilómetros, así que su alimentación era muy sana. Además, el entorno natural es increíble, con bosques y playas preciosas.
A nivel práctico, ¿qué papel juegan esos aprendizajes, casi espirituales, aprendidos de otras culturas, en tu trabajo de laboratorio?
Creo que ayudan mucho. Mi investigación está centrada en buscar tratamientos para enfermedades como el cáncer o el envejecimiento. En el laboratorio trabajamos con células y ADN, pero el problema lo sufre una persona real, y eso a veces se olvida. Por eso es importante salir, visitar geriátricos, hablar con centenarios o ver pacientes junto a mis colaboradores clínicos. Ver a quién va dirigido lo que haces te da perspectiva y sentido a tu trabajo. También doy charlas en institutos sobre envejecimiento, bioética o cáncer. Escuchar a los jóvenes me permite entender cómo ven la ciencia, qué les preocupa y qué futuro imaginan. Al final, ellos serán quienes decidan qué rumbo toma la investigación. Intento no quedarme encerrado en el laboratorio porque creo que la ciencia debe estar conectada con la sociedad, que es quien realmente le da valor y propósito a lo que hacemos.
Las mujeres envejecen más lentamente y viven más tiempo que los hombres, pero lo que ocurre durante la menopausia no está bien estudiado”Salvador MacipMédico e investigador
A menudo se dice que viajar abre la mente. En tu campo de estudio, ¿has visitado algún lugar que haya transformado tu manera de ver la biología del envejecimiento o el cáncer?
Fui a Nigeria para explorar una posible colaboración entre la Universidad de Leicester y la Universidad de Calabar. Me encontré con una universidad con edificios casi nuevos pero vacíos, sin equipamiento, cubiertos de arena. La infraestructura estaba, pero faltaban recursos para ponerla en marcha. Lo más interesante fue hablar con médicos locales sobre leucemia. Aunque trabajábamos en el mismo tipo de cáncer, ellos veían casos distintos: más jóvenes, con un perfil clínico diferente, probablemente por razones genéticas. Me explicaron que los tratamientos diseñados en Europa no siempre funcionan igual en pacientes africanos. Eso me hizo ver lo sesgada que está la ciencia hacia la población blanca, europea, masculina.
Desde esa experiencia, me dediqué más a estudiar el envejecimiento femenino. Las mujeres envejecen más lentamente y viven más tiempo que los hombres, pero lo que ocurre durante la menopausia no está bien estudiado. En esa etapa, las mujeres pueden experimentar un envejecimiento más acelerado, pero ¿por qué? Esta es una de las muchas preguntas que aún quedan sin respuesta, y es algo que afecta a más de la mitad de la población mundial.
Lo cierto es que parece ser que estamos marcados por un determinismo biológico, algo que en malas manos puede ser muy peligroso. ¿Cómo se puede controlar? ¿Se debe hacer?
Controlar la ciencia es complicado, sobre todo ahora que la biomedicina está avanzando a pasos agigantados. Ya podemos modificar genes e incluso se han hecho intervenciones genéticas en embriones humanos. Esto abre puertas a futuros inciertos: pueden llevarnos a una utopía o a una distopía, según cómo lo usemos. La ciencia en sí no es buena ni mala; depende de su aplicación. La energía atómica es un buen ejemplo: puede iluminar una ciudad o destruirla. Lo mismo pasa con la biomedicina; estamos creando herramientas poderosas que necesitan regulación y reflexión. No se trata de prohibir la ciencia, sino de decidir juntos hacia dónde queremos que avance. La ciencia tiene un impacto social, y no puede depender solo del interés del investigador. Requiere un diálogo con la sociedad, que es quien la financia y la sostiene. Regular, debatir y tomar decisiones colectivas es clave para evitar errores con consecuencias irreversibles.
El investigador de Blanes está convencido de que sí lograremos frenar, al menos en parte, los procesos biológicos del envejecimiento
Propias
En La vida en los extremos, hablas del “odio civilizado”, algo que parece, a priori, tan solo con abrir el periódico, complejo de conseguir. ¿Has conocido algún lugar en el que ya lo estén aplicando?
No, yo creo que los humanos somos demasiado extremos en el tema del odio. Yo creo que odiar es algo humano, como amar. Es una reacción natural, biológica, que forma parte de cómo nos relacionamos. El problema no es sentir odio, sino lo que hacemos con él. Igual que hemos aprendido a no lanzarnos sobre alguien solo porque nos atrae, deberíamos también aprender a no actuar cuando odiamos. Para mí, el verdadero nivel de civilización es cuando tratas igual a quien odias que a quien amas. Si la persona que más odias se cae en la calle, tendrías que ayudarla igual. No se trata de negar el odio, sino de no usarlo como excusa para hacer daño, discriminar o actuar con violencia. Al final, todo se resume en tratar a los demás como te gustaría que te trataran a ti. Es una idea simple, pero muy difícil de aplicar. No creo que lleguemos nunca a ese punto como humanidad, pero al menos deberíamos intentarlo.
Hablemos de lugares que actúan como faros, ¿en qué lugar del mundo están más avanzados en la investigación del envejecimiento y del cáncer? ¿Qué están haciendo bien?
Hasta hace poco te diría que Estados Unidos era claramente el faro de la ciencia mundial. Tenía un ecosistema increíble: universidades top, centros de investigación punteros, premios Nobel por todas partes, sobre todo concentrados en la Costa Este y la Costa Oeste. Era algo que no veías en ningún otro sitio. Pero con las purgas de Trump y su gente, ese liderazgo empieza a tambalearse un poco. En Europa, por ejemplo, el triángulo Oxford-Cambridge-Londres es un polo científico brutal, comparable en calidad, aunque no en tamaño. Y luego están polos más pequeños, pero también muy potentes, como el que tenemos en Barcelona, que está creciendo mucho en los últimos años. Así que si el peso se desplaza un poco de EE. UU. hacia Europa, podríamos ver un fortalecimiento de lugares como Reino Unido, España, Francia o Alemania.
Vamos a ponernos en plan peli… ¿Alguna vez seremos eternos?
Conseguir la inmortalidad es muy complicado. Teóricamente podría ser posible, porque en la naturaleza existen animales que no envejecen como nosotros, cuyos tejidos se regeneran de forma continua y no muestran deterioro. Pero trasladar eso a los humanos lo veo difícil. Aun así, estoy convencido de que sí lograremos frenar, al menos en parte, los procesos biológicos del envejecimiento. No se trata tanto de vivir para siempre, sino de vivir mejor. Al final, lo importante no es solo alargar la vida, sino mejorar la calidad de esos años. Vivir más, sí, pero sobre todo vivir bien.
Salvador, ¿qué plan tienes para hoy?
Trabajar, trabajar, trabajar y coger un avión para irme a algún sitio. Al final, esa es mi vida.
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Salvador Macip es un recordatorio claro de que la ciencia y la vida están entrelazadas, no solo en los laboratorios, sino también en el mundo que nos rodea. La capacidad del científico para conectar su trabajo con sus experiencias personales y sus viajes refleja una visión holística de la salud humana, la longevidad y la lucha contra el cáncer. A medida que sus estudios sobre la vida en los extremos avanzan, parece que sus propios viajes, tanto físicos como intelectuales, no solo enriquecen su investigación, sino también su comprensión de los complejos procesos que definen nuestra existencia. Al final, cada viaje parece ser una nueva oportunidad para reflexionar sobre la vida, la muerte y todo lo que ocurre entre esos dos extremos.